El laboratorio de los alquimistas by Richard Rötzer

El laboratorio de los alquimistas by Richard Rötzer

autor:Richard Rötzer
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga
publicado: 2001-08-09T22:00:00+00:00


CAPÍTULO XXII

Peter estaba murrio y ausente, y el chirimiri puso lo que faltaba. Sus pensamientos regresaban una y otra vez a la disputa de la semana anterior, y tan pronto echaba la culpa de su desencanto a la ollera como se acusaba a sí mismo.

Pero tampoco lograba olvidar sus propias observaciones ni las insinuaciones de la mercera. La víspera se había acercado por casa de ésta, lo cual la complació no poco, y se daba una importancia enorme para mayor contrariedad de Peter. Dijo que le parecía demasiado rápida la enfermedad mortal del ollero, pero subrayó que no pretendía acusar a nadie con eso, ¡Dios nos libre!

¿Qué habría querido decir? ¡Cosas absurdas! ¡Pura calumnia!

Por otra parte... en el barrio todo el mundo sabía que el viejo Arnold pretendía casar a su hija contra la voluntad de ésta. Y ella ¿por qué se comportaba de una manera tan extraña cada vez que se mencionaba a su padre? ¡El vino! Él mismo había visto que la abuela le echaba unos polvos blancos en el vino al enfermo. Sería bueno saber qué clase de polvos eran ésos. Sin embargo, no veía bien cómo podría entrar y preguntarlo para quedarse tranquilo de una vez.

La mercera dijo que había visto a Arnold Hafner muy lívido, como si lo hubiese vomitado el mismo diablo, o como si le hubiesen chupado toda la sangre. Habladurías necias también, seguramente. En la penumbra de la cámara mortuoria los difuntos siempre estaban lívidos. Pero ¿y si hubiese algo...? Recordó cómo le habían cortado el cuello a Elsa. La desangraron, sin duda alguna. Peter se resistía a ver ninguna relación. ¿Qué podía tener en común la ollera con la criada de la casa de baños?

Salvo que... ¿Para qué se usaba la sangre humana, sino para alguna operación de hechicería? Recordó el amuleto, ¿sería un simple fetiche protector, o serviría para la nigromancia? Dijo haberlo encontrado en el patio: tal vez fuese verdad, y tal vez no. De todas maneras, puso cara de susto, ¿o de culpabilidad?

Era un círculo infernal. Peter recordó las palabras de Paul. Sí, le gustaría mucho poder confiar en Wiltrud. La apreciaba, o tal vez más que eso. Pero siempre surgía algo que lo echaba todo a rodar, y cuando pensaba esto ni siquiera se acordaba del músico. No se podía hablar con Paul de estas cosas. Estaba todavía enfurruñado y a Peter no quería ni verlo, incluso había pedido al posadero una habitación para él solo.

A última hora de la tarde, entre la hora nona y la de vísperas, Peter llamó a la puerta del convento de los descalzos. Introducido en la celda reservada para los visitantes, poco después se le reunió el hermano Servatius, el bibliotecario. Venía sonriendo de oreja a oreja pero no escatimó una leve reconvención:

—No pensé que tomarais tan al pie de la letra mi deseo de permanecer durante algún tiempo dedicado exclusivamente a la devoción y al estudio. ¡Habéis tardado un año entero en dar señales de vida! ¿Estáis otra vez sobre



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